Hardin
Muchas veces en mi vida he tenido la impresión de que que sobro, de que estoy fuera de lugar en el peor sentido posible. Mi madre lo intentaba, lo intentaba con todas sus fuerzas, pero no era suficiente. Trabajaba demasiado. Dormía durante el día porque se pasaba toda la noche en pie. Trish lo intentaba, pero un niño, y más un niño perdido, necesita a su padre.
Yo sabía que Ken Scott era un hombre atormentado, un hombre sin pulir que aspiraba a ser alguien y al que nunca le impresionaba nada de lo que hacía. El pequeño Hardin —el niño que trataba patéticamente de impresionar a aquel señor alto cuyos gritos y tambaleos inundaban el reducido espacio de nuestra casucha de mierda— estaría encantado ante la posibilidad de que aquel
hombre tan frío no fuera su padre. Suspiraría aliviado, cogería su libro de la mesa y le preguntaría a su madre cuándo iba a venir Christian, el señor agradable que le hacía reír y que le recitaba pasajes de libros antiguos.
Pero Hardin Scott, el hombre adulto que lucha contra la adicción y la rabia heredada del vergonzoso padre que le fue impuesto, está furioso de la hostia. Me siento traicionado, confundido y cabreado de cojones. No tiene sentido. No es posible que este típico culebrón televisivo de padres intercambiados me esté pasando a mí en la vida real. Recuerdos que había enterrado resurgen a la superficie.
A la mañana del día siguiente de que una de mis redacciones fuese seleccionada para el periódico local, oí cómo mi madre decía con orgullo y ternura al teléfono: «Sólo quería que supieras que Hardin es brillante. Como su padre».
Eché un vistazo al pequeño salón. El hombre de pelo oscuro que estaba inconsciente en el sillón con una botella de licor marrón a sus pies no era brillante. «Es un puto desastre», pensé al ver que se
despertaba, y mi madre colgó rápidamente el teléfono. Hubo numerosas situaciones de este tipo, demasiadas como para contarlas, y yo era demasiado estúpido, demasiado joven para entender por qué Ken Scott era tan distante conmigo, por qué nunca me abrazaba como solían hacerlo los padres de mis amigos con sus hijos. Jamás jugaba al béisbol conmigo ni me enseñó nada más que cómo ponerse ciego de alcohol.
¿Pasé por todo aquello para nada? ¿De verdad Christian Vance es mi padre real?
La habitación me da vueltas. Miro fijamente al hombre que supuestamente me engendró y algo en sus ojos verdes y en la línea de su mandíbula me resulta familiar. Veo cómo le tiemblan las manos al apartarse el pelo de la frente y me quedo helado al darme cuenta de que yo estoy haciendo exactamente lo mismo.
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